Editorial de El Espectador
La Sociedad de Agricultores de
Colombia
 
  Son muy pocas las instituciones no gubernamentales, sin ánimo de lucro, dedicadas a causas de la más alta prioridad nacional, que en una república tan joven como esta han logrado ya superar su primer siglo de existencia. Un excelente ejemplo es la Sociedad de Agricultores de Colombia (SAC), el gremio-cúpula que agrupa a más de medio centenar de asociaciones de productores del agro, el cual está celebrando, en el seno de su Congreso Nacional Agrario, 125 años al servicio de los intereses generales del campo.

La SAC ha impulsado la creación de otras entidades que constituyen pilar inconfundible de nuestra economía rural, como la Federación Nacional de Cafeteros. Y, gracias a su sinigual pluralidad social y geográfica que la amplia diversidad de sus afiliados le imprime, constituye un eje vital de la democracia, en especial ahora, cuando, a instancias de la Constitución de 1991, el país nacional está llamado a formar sistemas basados en la participación de la sociedad civil en la gestión pública, bajo principios de equidad y solidaridad.

Las campañas de la SAC se confunden con el proceso de construcción de la sociedad colombiana, y, en últimas, con la pedagogía de la concordia ciudadana. Bajo la seguridad de que la agricultura, lejos de ser exclusivamente fuente de alimentos baratos para los habitantes de las ciudades, o de materias primas para la industria, fundamentalmente es la herramienta más idónea de ocupación pacífica y productiva del territorio de una nación. Por tanto, cualquier estrategia tendiente a recuperar la convivencia tiene que pasar primero por la reactivación del campo, el escenario donde con mayor virulencia han crecido los principales caldos de cultivo de la violencia: la descomposición social, la pobreza, la desigualdad, y, más recientemente, los narcocultivos. De suerte que su tratamiento de parte del Estado debería partir de criterios de índole geopolítica, más que de razones puramente financieras o coyunturales.

Infortunadamente a partir de la puesta en marcha del modelo de la apertura, los instrumentos tradicionales de la política sectorial agropecuaria desaparecieron sin haber sido sustituidos oportunamente por otros. Fue así como los precios de garantía, el crédito de fomento, la intervención del Gobierno en el comercio exterior, la construcción de obras de adecuación de tierras y la afectación de su propiedad directamente por el Estado, ya no están a disposición del ministerio del ramo, el cual según lo afirmó la misma SAC en su último conclave, de seguir así las cosas lo mejor también sería eliminarlo.

Sin embargo, otras opciones de política agrícola están contempladas en el nuevo ordenamiento jurídico a partir de la ley 101 de 1993, en términos de los fondos parafiscales, fondos de estabilización de precios, distritos de riego y programas de reforma agraria a través de cuantiosas subvenciones públicas con base en la iniciativa de asociaciones gremiales y campesinas, incentivos a la reforestación y a la capitalización rural, y recursos a disposición de la ciencia y la tecnología. Pues bien, es en tales frentes donde la SAC y sus gremios afiliados, bajo la consigna de su participación por la vía concesionaria o contractual en la ejecución de políticas públicas con cargo al erario, deberían en adelante aplicar todas sus energías. Contando, obviamente, con el concurso del Estado, cuya voluntad política en esa dirección lamentablemente ha sido frustrada por afanes clientelistas y la consecuente corrupción.

No debe ahorrar esfuerzos la SAC en su esencial papel de mostrar y demostrar que la prosperidad de las actividades lícitas que encarna es el requisito indispensable para poder ganar la batalla por la paz. Y que está lista a asumir responsabilidades adicionales como sociedad civil, particularmente en la reconquista de las áreas rurales, sin más armas que su vigor empresarial.

 


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